Filosofía

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PARA GRACE

Ó

ELOGIO DE UNA FILÓSOFA BLASFEMA

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si hasta siempre y desde siempre

fueras una mujer

qué lindo escándalo sería,

qué venturosa, espléndida, imposible,

prodigiosa blasfemia.

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En una facultad que se caía a pedazos, con el piso tapado de colillas, colchones que se asomaban desde la puerta del Centro de Estudiantes y las paredes empapeladas con afiches de zurdos exigiendo el fin de la invasión a Irak, justicia por el asesinato de Fuentealba o denunciando los chanchullos de directores de Departamentos y decanos, Graciela llegaba a la clase con unas blusas coloridas, peinados extravagantes -voladores- y se acomodaba el pelo como si estuviera en la alfombra de Cannes. Nos tenía que dar la clase de Filosofía Moderna, o de Gnoseología, pero en vez de eso nos contaba los chusmeríos de los filósofos de hace 500 años. Que éste era Rosacruz, que a este otro le gustaba la joda y que aquél se tuvo que escapar porque lo querían hacer pasar por el cuchillo.

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Graciela fue de las pocas docentes joviales en una carrera moribunda, fue de las pocas que desacralizaba a los filósofos y nos enseñó que no eran “estrellas fugaces que aparecían en el firmamento de la nada” sino que escribían en un contexto, discutían con otros, disputaban intereses de poder y eran humanos. Fue la única que nos propuso abordar obras de filosofía, convertirlas en obras de teatro y transformar el aula en una sala. Justamente, en una de las ocasiones en las que fuimos a pedirle al bedel algún elemento para las obras nos dijo: “esto que hacen es fantástico, nunca vi nada así en esta facultad”. De esta manera, convertimos a Hylas y Philonus en una travesti y en un vagabundo que discutían sobre la esencia de la cosa y sobre la existencia de dios. Inclusive, Graciela extendía invitaciones y así fue como, por ejemplo, hizo que el profesor Varela viniera a ver nuestro teatro. En medio de la decadencia de las cursadas, Graciela le ponía mística, jovialidad y construía nuestro sentido de pertenencia, nos hacía enamorar de la filosofía a pesar de todo, a pesar de la carrera, a pesar del mundo.

Sin hipocrecías: nos peleamos con Graciela, ¡pero claro!, ¿quién no se peleó con Graciela? Su desparpajo para opinar de esto o aquello sin medir consecuencias ha herido sensibilidades, ha mezclado lo político y lo académico con lo personal o simplemente ha ofendido. Pero con la misma liviandad con la que hablaba de cosas graves de manera exagerada, volvía a retomar el diálogo, nos invitaba a su casa para chusmear de cualquier cosa a boca de jarro y nos despertaba del sueño dogmático insistiéndonos para que nos presentáramos a las becas: ella o Ricardo nos firmarían los proyectos. Así fuimos aprendiendo a no ofendernos ni enojarnos, que Graciela es así, un torbellino, un carácter jovialmente plebeyo en medio de dinosaurios acartonados o venenosos. Siempre dispuesta a ayudar a quién pudiera convivir con su desparpajo estrafalario.

Efectivamente, cuando todos callaron, cuando todos nos dieron la espalda porque denunciábamos que se habían robado la carrera, que no paraban de meter gente a dedo, que desaparecían expedientes, que nos vaciaban las cátedras, Graciela no sólo nos apoyó, sino que se acercó a la asamblea y nos presentó un proyecto para ser Directora del Departamento de Filosofía. Efectivamente tuvo el coraje de presentar un proyecto disidente al de quienes se creen dueños de lo público, dueños de una disciplina que ni siquiera estudiaron ni estudian. Tuvo el coraje y el orgullo de soportar las descalificaciones de personajes que no le llegan ni a los talones, personajes que no han tenido en toda su vida la generosidad que ha tenido Graciela con quienes quisimos dedicarnos a la filosofía. Ahí fue, con su peinado, sus problemas de salud a cuestas, siendo mujer en un territorio de masculinidades y su glamour descontextualizado a enfrentarse con los miserables, una vez más. Los mismos que la mantuvieron como interina por 15 años, los mismos que intervinieron su cátedra a la usanza de los gobiernos de facto, los mismos que tienen el tupé de descalificarla, los mismos que para alcanzar la dignidad de Graciela tendrían que dedicarse a las tareas de Sísifo porque necesitarían toda la eternidad para acercarse.

La Doctora Graciela Fernández bregó por la formación de una generación de filósofxs marplatenses, apostó a hacer filosofía desde una ciudad que no tenía filosofía propia, vino a plantar bandera. Así, además de su docencia, hizo la Revista y las Jornadas Ágora. Cabe aclarar: proyectos que nunca fueron exclusivos ni que le cerraron las puertas a nadie que haya querido exponer sus trabajos. Ni siquiera a los traidores o a los acólitos de sus detractores. Estos proyectos no sólo perviven aún, sino que ya la trascendieron y gradualmente se van convirtiendo en su legado académico para todxs nosotrxs.

Y si las sabandijas que la empujaron a su jubilación forzada creen que se salieron con la suya, están equivocados. Hoy pareceremos los perdedores junto con Graciela, pero están muy errados. Tenemos nuestra mitología, nuestrxs héroes y nuestra historia. Esto nos dota de una identidad, nos constituye y nos muestra que ya no sólo se trata del futuro sino del presente. Graciela ha sembrado y por suerte puede contemplar parte de sus resultados.

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