Hasta siempre, Ricardo

Infinita tristeza. Murió Ricardo Maliandi, nuestro querido profesor Ricardo.

Estas líneas de letra de molde que no pueden decir como queremos es lo último que hubiésemos querido escribir, pero es necesario decir algo ahora.

Queremos gritar lo primero que sentimos, sin pensar, sin ser razonables y racionales, con la fuerza de quien se siente insultado. Y nos dicen que es así, que no podemos. ¿Por qué no podemos indignarnos y protestar?: ¡Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte!

Fuiste el mejor. El más grande de todos. Tu simpleza y humildad eran genuinas, auténticas; no sé si alguna vez tuviste un gesto hipostasiado que buscara legitimidad, nosotros no lo conocimos. Tenías la pasta de los gigantes.

En una carrera donde reina la desigualdad, en un ambiente repleto de mezquindades, que hacían, por ejemplo que año tras año hubiera que luchar por tu recontratación; vos ejercías esa templanza de carácter y seguías adelante. Siempre nos trataste bien, siempre nos valoraste. Queremos gritarlo, sí, queremos que todo el mundo sepa que eras de los pocos, de los irremplazables.

Pudiste irte. A lo largo y a lo ancho de la Argentina, en Alemania, tenias amigos, lectores, admiradores. Podías sentarte a contemplar tu vida como un ancho río. Preferiste quedarte y te quedaste. Te quedaste en Mar del Plata, acá, con nosotros. Todo lo que tenías era fruto de tu esfuerzo, pero igual lo considerabas un privilegio y lo fuiste regalando con una sonrisa y una mirada profunda.

Hay cosas que entran sin posibilidad de olvido. Querían echarte, allá por al año 2001, y nos organizamos. Nadie más que vos merecía nuestra defensa. Fuiste parte esencial de nuestro origen. ¿Qué más? Hay tanto para decir. Verte subir las escaleras, despacio, con una sonrisa que se te iba dibujando en la cara, llegar a la mesita del Colectivo y con esa voz de locutor decirnos: “vine a la asamblea, quiero aportar a la lucha”. Tomarte unos mates, también en la mesita, hasta la hora en que comenzara tu clase, ahí nomás, en el aula de al lado. Preguntarnos por las materias que debíamos, alentarnos, darnos fuerza.

Sí, vos a nosotros nos dabas fuerzas. Eras, sin duda, el lazo auténtico y esperanzador con un mundo académico que nos resulta cada vez más pesado.

Jamás olvidaremos la foto que te retrató con nuestro cartel de campaña: “no queremos más acomodados en Filosofía”, menos aún olvidaremos todas las mierdas que dijeron. Porque vos también molestabas, a tu modo, y eso nos gustaba.

Vos entendías de horarios de laburo, de cansancios, y nos facilitabas las cursadas. Vos, que eras el viejo incansable que todo lo puede. Eras un roble, carajo. En tus ratos libres nos enseñabas alemán, gratis, hay que decirlo, porque no cobrabas un centavo por eso y muy poco por dar tus clases. Nos invitabas a tu casa para charlar sobre el final de ética, vos hacías el café y Kant circulaba entre los sillones mullidos.

¡Y las fiestas de disfraces! Fuiste un obispo, fuiste Batman. ¡Alguien tendría que disfrazarse del superheroe Ricardo alguna vez!

Podríamos seguir largas horas. Se nos amontonan los pensamientos. Se nos caen las lágrimas. Tenemos bronca y estamos profundamente tristes. Hechos mierda, así, sin vueltas. No tenemos más que agradecimiento: por escucharnos, por hablarnos, por querernos, por todo lo que nos enseñaste, por el tiempo, por los chistes.

No creo que podamos decir cuál fue tu mejor obra, tus mejores líneas. Sí podemos decir qué constituye a un gran maestro: puede hablar con los otros de igual a igual, poniendo toda su inteligencia; puede narrar lo que sabe a la manera de los que no saben nada, puede escuchar sin trampa y responder con astucia. Puede preguntar y calar hondo. Ya eso es suficiente. Pero vos, Ricardo, hiciste un poco más, te convertiste en filósofo, en parte nuestra, lo compartiste todo, fuiste un amigo y compañero.

Gracias por la lección.

ricardo

Perdón si me ves lagrimear

por Juan Brando

Creo que la primera vez que vi a Ricardo Maliandi fue durante la visita de Karl Apel. Traducía del alemán y con su traje y su tupido bigote blanco, parecía el arquetipo de un filósofo intocable. Con el tiempo, comprendí lo distorsionado de aquella primera impresión. Cuando lo conocí un poco, se reveló como un profesor de vastísimo saber e inmensa vocación, pero también como un ser humano cálido, comprensivo, cordial, generoso. Ricardo refutaba todos los días, con el gesto de una simple sonrisa amable e irónica, el prejuicio de la pedantería profesoral.

La Asamblea de Filosofía comenzó como un movimiento de defensa a la figura de Ricardo contra la iniciativa de algunos manyapapeles, hombres de escritorio, que pretendían removerlo de las materias que dictaba.  Diez años después, hubo que volver a lo mismo.

Sócrates decía que, en lugar de condenarlo por corromper a la juventud, la ciudad debía premiarlo alojándolo en el Pritaneo, por los servicios que había prestado como soldado. Así, destacaba las contradicciones de un sistema político injusto. Ricardo no pretendía ir al citado Pritaneo: sólo continuar enseñando un tiempo más. Él estaba dispuesto a ofrecer su trayectoria y conocimiento cuando todos sabían que podría quedarse en su casa y llevar una vida más descansada. ¿Qué inteligencia rechazaría lo que se le ofrece con desinterés y con tanta ventaja? La Universidad que alguna vez, con buen criterio, ganó prestigio contratando a Ricardo como docente, lo perdió después con una desidia insospechada.

Ricardo

La muerte de Ricardo me deja una serie –o más bien, por su desorden, una barahúnda- de pensamientos: fue un gran hombre de esos de los que habla Emerson, un Hombre Representativo, que a pesar de su trabajo ingente en la educación y formación, no pudo dejar un discipulado que esté a su altura: algunos de sus seguidores somos, o bien unos personajes intelectualmente febles e inconstantes, o seres egoístas y prácticos,  lagartos que se muerden la cola, o bien pérfidos dedicados a las acciones de trapacería, que han perdido la vergüenza o que nunca la tuvieron.

Pienso que la vida se convierte, en un determinado momento en un registro de muertes: uno piensa en los que quedan por morir y se pregunta quién compensa esos gastos, quién le dará un poco de satisfacción o algún emoliente para soportar todo eso. Y quién paga la generosidad y la bondad, quién compensa el saber y el cariño que se ha brindado durante la vida. Pienso en qué turbia es la historia y qué insuficiente es el recuerdo de algunos hombres para testimoniar las más altas realizaciones de otros.

Si pudiese frenar estos pensamientos tan atropellados, sería  capaz de decir por qué creo que Ricardo fue para mí una viva fuerza intelectual, además de un tipo entrañable. Hay una parte de su pensamiento a la que se ha dedicado con más constancia, referida a las preocupaciones éticas.  Éstas han sido tributarias, aparentemente, de su contacto con Risieri Frondizi y de su estudio del pensamiento de Kant y de Nicolai Hartmann. Su interés por encontrar argumentos a favor de una posible fundamentación trascendental de la moralidad obra como el incentivo o el pretexto para la construcción de su obra más importante: Ética convergente. Digo esto  porque creo que en dicha obra se concilia o se complementa, junto con el anterior, otro interés muy acusado en el pensamiento de Ricardo: el de una posible caracterización de la sociedad humana a partir de la descripción del fenómeno de la moralidad en tanto realidad antropológica situada. Su obra, que se presenta como una conflictología de los asuntos humanos, y que aspira a una conciliación dinámica de principios, se convierte en una reflexión de sentido amplísimo que supera el ámbito de la Ética para ocuparse de la filosofía (filosofía de la especulación versus filosofía encarnada) y de la cultura humana en tanto cumplimiento de exigencias particulares y generales. Cada vez que releo algunas de sus páginas me admiro de cómo ha llegado a esto con tal grado de profundidad y exhaustividad.

Lo anterior no importa mucho ahora: son mis someras apreciaciones, que acaso en el futuro pueda completar o esclarecer.  Lo que importa es decir que se nos fue un gran pensador y un gran maestro, y a mí se me fue el que me dirigió y orientó en la escritura de una gran cantidad de páginas, que hoy me pregunto si tienen algún valor, y que compartió conmigo, me animo a decir, envalentonado por la ñoñez en que nos sume la muerte cercana, una especie de amistad filosófica, obstaculizada un poco por su sordera y por mi infinita timidez y mi gran ignorancia. Nunca voy a olvidar esos seminarios que se estaban convirtiendo en mi último lazo con una academia que me resulta ahora un poco oscura y refractaria, y nunca voy a olvidar a Ricardo. Nunca vamos a olvidar al gran profesor. Su muerte era un escenario posible, en la conjetura, pero ahora es una realidad dura y pesada, ahora es realidad,  no nos queda sino repetir esa letanía, esa frase que por un momento parece perder el sentido pero siempre lo recobra: nunca te vamos a olvidar.